viernes, 21 de junio de 2024

La copa


 

El rostro fino, los labios apretados, pero mueve las manos arrugadas con rapidez. Una hoja de periódico cuidadosamente cortada en dos, una copa, envuelta como los caramelos para después meter el extremo en el interior de la copa. Una de cava, otra, otra y así hasta seis, para después empezar con las de vino.


    Encorvada bajo el peso de la caja llena, se agacha trabajosamente y se le nota un leve cojeo en una pierna. Le duele desde hace años. Pero, aun así, la caja queda depositada en el suelo con cuidado. A ella no se le rompen las copas. 


    Una caja, dos, quizá hasta tres. Después, con menos esmero, los cacharros de cocina. A esos con poco papel les basta; es suficiente con que no choquen unos contra otros. El ruido, ese ruido metálico, ningún ruido tiene cabida en su cabeza, en la que nadan recuerdos y lágrimas confundidos en una marea inexplicable. 


    Todo tiene que salir de aquel piso. Todo guardado con el mismo esmero. Esto para mi nieta, esto para mi nieto, va pensando para sí mientras continúa trabajando en silencio. No es momento de palabras. Con el pensamiento le basta, aunque a veces se le escapa en algún suspiro o en un “ay, madre mía”.


    Y luego a su templo, su pequeño piso humilde en el que crió a tantos hijos. No importa que sea pequeño, allí todo cabe y todos caben: los vivos y los muertos. Todos en fotos colocadas en su salón porque ella no se olvida de nadie. Unos a la derecha del mueble y los otros a la izquierda. Mira las fotos desde la butaca y se levanta, cojeando de nuevo, para mover una de ellas. Ahora, “ay, madre mía”, le toca colocarla al otro lado. 


    No, no quiere que nadie se quede con ella. No necesita a nadie. Siempre se las ha apañado sola: para trabajar, para criar a sus hijos y hasta para tirar las octavillas comprometedoras por la ventana. Siempre con la cabeza en su sitio, desapasionada para las cosas de la vida, práctica, dispuesta y disponible, pero con un corazón rebosante de amor. 


    Al cabo, también su foto pasó al otro lado del mueble hasta terminar en casa de su hija cuando su piso quedó vacío también. Vacíos, vacíos, que no se llenan porque, como pompas, estallan y se funden en la nada. Sólo quedan los recuerdos. 


    Los nietos a los que tantas veces cuidó crecieron, estudiaron, se hicieron adultos y aparecieron otros pisos: otro piso. Cajas, cajas que viajan hacia la ilusión de los árboles y los pájaros. Hacia una terraza bañada de sol adonde llegan chorreantes de agua, recién lavadas para quitarles el sabor a periódico viejo. 


    Copas de cava que entrechocan con un sonido ahora sí alegre, burbujeante, en el que los recuerdos de manos queridas, de brazos y corazones poderosos, se funden con el trino de los pájaros, con el susurro de las hojas de los árboles y con las burbujas que estallaron, pero que nos dejaron el corazón lleno de gratitud y la vista emborronada por la emoción.


domingo, 28 de enero de 2024

Julieta

 



Julieta tuvo el accidente a las ocho de la mañana. Cuando le faltaban escasos minutos para llegar al trabajo, un conductor temerario había provocado el desastre.

    

    El tráfico era denso, pero fluido y había bastante distancia entre el coche de Julieta y el que circulaba por delante de ella en el carril izquierdo. Quizá por eso no se percató de lo que estaba ocurriendo.

    

     Acababa de adelantarla por la derecha a toda velocidad un Peugeot 205 blanco con techo solar que luego siguió culebreando y cambiándose de carril. Como cada vez que veía a alguien hacer algo así, comentó en voz alta para sí misma que ojalá se topara con la Guardia Civil.

    

    Julieta no fue consciente de que se había producido un accidente hasta que vio que las ruedas de la furgoneta blanca empezaron a echar humo. No se habían encendido las luces de freno, por eso, no hubo aviso alguno hasta que no vio la humareda negra.

    

    Pisó el freno a fondo, pero no pudo hacerse con el coche. Cuando notó que su Renault 19 verde no frenaba, sino que se deslizaba a toda velocidad, se temió lo peor.

    

    −Me voy a estrellar. Me voy a estrellar. Ay, madre mía, que me voy a matar.

    

    En un segundo, su mente se puso a funcionar a mil por hora. Su coche no tenía ABS y tampoco airbags de ningún tipo. Siempre compraba el modelo base.

    

    Recordó haber escuchado conversaciones sobre cómo los motoristas solían romperse la clavícula y eso le dio la idea de tensar los brazos al máximo y pegar la espalda y la cabeza con fuerza al asiento. Decidió que prefería romperse la clavícula a terminar con la cabeza destrozada contra el parabrisas.

    

    En esos escasos segundos vio cómo se acercaba patinando a la furgoneta blanca, deslizándose sin remedio hacia ella, aferrada al volante con todas sus fuerzas.

    

    Y, se produjo el impacto. Aturdida, en estado de shock, solo fue consciente de dos cosas en un primer instante. Una, que se había quedado entre los dos carriles y dos, que el capó estaba destrozado y echando humo.

    

    El cinturón le impedía moverse con libertad y tampoco se le ocurrió siquiera quitárselo. Intentaba una y otra vez inclinarse para recoger su bolso, que había salido disparado del asiento del copiloto y estaba ahora en el suelo, a los pies del asiento.

    

    Quería el teléfono. Era la única idea que le cruzaba la mente. El teléfono para poder llamar y pedir ayuda. Una grúa, la Guardia Civil.

    

    Mientras tanto, los coches seguían circulando. Esquivaban el siniestro y seguían pasando de largo tanto por su derecha como por su izquierda durante lo que le pareció una eternidad, mientras seguía hundida en aquella bruma que se había instalado en su cabeza y que le hacía verlo todo como en un sueño.

    

    No logró quitarse el cinturón ni coger el bolso. Mucho menos el teléfono, mientras seguía viendo cómo los coches le pasaban por ambos lados.

    

    Entonces, un Mercedes paró en el arcén derecho. Se bajó una señora y vio cómo extendía los brazos haciendo señales a los coches para que frenaran. Ella sola detuvo el tráfico.

    

    Cruzó los carriles y se acercó a la puerta del conductor.

    

    −¿Estás bien? ¿Te puedes mover? Quítate el cinturón, cariño. Es peligroso. El coche está echando humo.

    

    Julieta no sabe lo que le contestó a su ángel de la guarda. Sí recuerda que aquella señora le quitó el cinturón de seguridad, la ayudó a coger el bolso y la llevó del brazo hasta la seguridad del arcén derecho.

    

    A Julieta le temblaban las piernas. Tenía la sensación de estar viviendo un terremoto, como si el suelo se estuviera moviendo bajo sus pies, pero la compañía de aquella desconocida la hizo sentirse segura a pesar de todo.

    

    Allí se quedó con ella hasta que Julieta logró llamar a la Guardia Civil de Tráfico y llegó el agente. Entonces le dijo que tenía que irse, que su hija estaba en el coche, porque iba a llevarla al colegio.

    

    Aunque Julieta supone que le dio las gracias en su momento, veinte años después le sigue estando agradecida y sigue teniendo el deseo de abrazarla cada vez que este recuerdo le cruza la mente.

    

    En mitad del caos, del miedo, de las prisas matutinas, de la hiriente indiferencia de tantos conductores que por un momento le habían hecho perder la fe en la humanidad, una mujer sola la había salvado probablemente de sufrir un accidente aún peor. Había parado el tráfico, evitando así que otro conductor embistiera su vehículo y la había puesto a salvo. Y no solo eso, se había quedado con ella hasta asegurarse de que iba a estar atendida.

    

    Un alma valiente y compasiva en mitad de un gentío indiferente tiene tanto poder, que puede llegar a marcar la diferencia entre la compañía y la desolación. Entre la vida y la muerte.


* Este accidente tuvo lugar en abril o mayo de 1999 en la A7 dirección a Málaga, un poco antes de llegar a la altura del estadio Martín Carpena. Si mi ángel de la guarda lee este relato, querría darle ese abrazo.



domingo, 24 de diciembre de 2023

Abajaban los pastores

 


Ya sé que hoy es Nochebuena y que es una noche de amor, familia, paz…, pero este año, no. Este año, lo que siento es una enorme congoja que he tardado varios días en identificar.


    Hace unos meses, muy pocos, tuve la suerte de hacer un viaje a Tierra Santa, a Israel y Palestina. No exagero lo más mínimo si digo que fue para mí el viaje más emocionante, enriquecedor y fascinante que he hecho nunca.


    Porque aprendí mucho de geografía, de política, de religiones varias, de cultura, de historia, y porque sentí muchas emociones compartidas con gentes de todo el mundo y de distintas religiones, sin que eso supusiera para ninguno de nosotros el más mínimo problema.


    Bajar el Monte de los Olivos por la mañana intentando cantar un villancico en francés para poder compartir el ritmo, la alegría y la energía arrolladora de cientos de peregrinos de Costa de Marfil, tocar por la tarde el Muro de las Lamentaciones y dejar allí mi plegaria y encontrarme por la noche una boda árabe en el hotel, tocar las palmas con los invitados y familiares mientras los novios bailaban para el abuelo de él, sentado en una silla de ruedas. Todo pura emoción.


    En ninguno de esos lugares me pidió nadie un carnet de católica o judía, ni de musulmana. Ahí estábamos gentes de todas partes compartiendo en paz y armonía emociones humanas que no entienden de color, religión ni procedencia.


    Hoy, cuando empiezan a sonar villancicos de pastorcillos, del único que me acuerdo una y otra vez es del chiquillo de la foto con su cabrita en brazos esperando que algún turista o peregrino le diese unas monedas a cambio de posar. Porque me pregunto si tiene qué comer, si estará herido o preso en una cárcel israelí, huérfano o muerto.


    Este niño no estaba en Gaza, sino en Cisjordania, donde no hay guerra, pero donde, según la UNRWA, la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Medio, desde el 7 de octubre, fecha del atentado de Hamás, hasta el 13 de diciembre, han muerto 285 palestinos, 70 de ellos menores, en ataques de fuerzas israelíes o a manos de colonos. Hoy, lamentablemente, esa cifra habrá aumentado.


    En Belén, está la Basílica de la Natividad, a la que se accede por una puerta de un metro de alto, más o menos, a cuyo tamaño dan varias explicaciones. Una es que así todo el que acceda a ella deberá inclinarse. Otra, que su tamaño obedece a cuestiones tácticas, para evitar que los turcos pudieran profanar el templo accediendo a él a caballo en alguna de sus incursiones.


    Bajo el presbiterio se encuentra la gruta donde nació Jesús y el lugar exacto lo marca una estrella de catorce puntas, una por cada estación del Via Crucis. Ahí nos arrodillamos visitantes y peregrinos llenos de emoción, cristianos o no, creyentes o no, practicantes o no. Porque el lugar está impregnado de historia y de la fe de millones de personas que han pasado por allí a lo largo de los siglos, dejando sobre la estrella sus oraciones, sus lágrimas, sus plegarias y su amor.


    No puede ser que, a pocos kilómetros de allí, hayan sido asesinadas más de 20.000 personas en menos de tres meses, mientras Occidente canta villancicos, el mundo entero mira para otro lado y los poderosos juegan a los cromos en la ONU.


    Desde la distancia, hoy quiero tocar esa estrella de nuevo y rezarle el Gloria al Salvador, que está a punto de volver a nacer, como cada 24 de diciembre: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”.


    PAZ para que los pastores puedan seguir “abajando” por el cerro de Belén y por todos los cerros del mundo.


sábado, 28 de octubre de 2023

Y, sin embargo, crecen flores en el vertedero

 



Hoy me siento fatal con una mezcla de cólico, náuseas, mareos, dolor de garganta, y como no he ido a trabajar porque casi no puedo tenerme en pie, tengo tiempo de ver las noticias desde el principio tranquilamente tirada en el sofá, lo que a decir verdad no ayuda excesivamente a mi bienestar físico ni emocional.

    

    Hasta hace poco rato estaba en la cama leyendo el libro Palestina, el hilo de la memoria de la periodista Teresa Aranguren Amézola, que hasta ahora me ha enseñado poco sobre los orígenes del conflicto entre Israel y Palestina, pero que tiene la ventaja de presentarlo todo recogido y ordenado cronológicamente y no como yo he ido averiguándolo a lo largo de los años, leyendo retazos por aquí y por allí. Eso ya me ha hecho levantarme lamentándome por el cinismo ejercido internacionalmente desde tantas partes y la premeditada distorsión de la historia que nuevamente me lleva a mi cada vez más admirado Orwell y a su 1984. ¡Cuántos Orwells necesitaríamos hoy en día!

   

  Con el telediario (mis hijos, como viene siendo habitual, al verme coger el mando me preguntan con cara de enfado: “Mamá, ¿para qué pones la tele otra vez?”. Están cansados de malas noticias) me entero de que el Defensor del Pueblo publica un estudio por el que demuestra que hay más de cuatrocientas mil víctimas de pederastia en la Iglesia (seis veces la población de Benalmádena, que ahora tiene unos 67000 habitantes), de que la ONU ha tardado dos semanas en decir que se están produciendo crímenes de guerra en Gaza (aunque hace 76 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y otros 76 desde la Resolución 181 que establecía la creación de un estado judío y otro árabe, sin que hasta el momento exista más que un estado que ha ido, además, apropiándose cada vez de más territorio que no le corresponde),  de que el precio del combustible subió supuestamente por la invasión de Ucrania por parte de Rusia, pero resulta (¡oh, sorpresa!) que Repsol tiene récord de beneficios,  de que el precio del dinero ha subido seis veces para contener la economía (¡qué pena que no me diera por estudiar economía para poder entender ciertas cosas!), pero resulta que mientras los hipotecados pagamos cada vez más por nuestra vivienda, el Santander tiene unos beneficios récord, de que la guerra en Ucrania ya no existe porque Israel, en su lucha contra Hamás, está matando palestinos sin control y seguirán muriendo porque los hospitales ya no pueden atender a los heridos, puesto que no tienen luz, combustible ni medicamentos (¿podemos imaginar el horror que debe ser amputarle la pierna a un niño de 8 o 9 años sin anestesia en presencia de su madre? Pues eso contó un médico el otro día) y escasean la comida y el agua. De que Israel dice que la ONU es corrupta, pero no se acuerda de que desde el 47 lleva vulnerando los acuerdos de la ONU y los Acuerdos de Oslo desde el 93, que establecían la creación de “un gobierno autónomo provisional palestino” para Cisjordania y Gaza durante un periodo de transición “de no más de cinco años” que debía llevar a una solución permanente basada en la resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU, que exigía la retirada de las fuerzas israelíes de territorios ocupados durante la guerra del 67 y, nuevamente, la creación de un estado soberano palestino junto al de Israel (¿se ha producido alguna de las dos cosas?).

   

 En casa, hay quien niega la existencia de la violencia machista, a pesar de que van 51 mujeres asesinadas (según el último balance del Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes e Igualdad), la política nacional sólo promueve el ruido y el odio, el enfrentamiento, las zancadillas... un eterno patio de colegio.

    

 Y entonces, recuerdo la dramática noticia de hace un par de días, la del niño con autismo que declara de repente en mitad de una charla y ante el asombro de todos, que ha sufrido bullying y que ha estado al borde del suicidio.

    

Y ahí, en mitad de ese tsunami de suciedad, en mitad de ese vertedero, he recordado algo que me ocurrió hará un par de semanas en el instituto:

    

    Estaba de guardia en un grupo de los pequeños, no recuerdo si un 1º o un 2º de ESO, a los que no conocía porque nunca antes había entrado en su aula. El alumnado estaba entretenido haciendo distintas cosas, algunos repasando para un examen, otros hacían deberes y había un chico rubio coloreando una lámina. Ya me llamó la atención cuando pasé lista porque, a pesar de estar sentado en segunda fila, no me contestó cuando lo nombré, como si estuviera ausente, en su mundo.

   

 En algún momento de esa hora, comenzó a sonar la sirena con toques repetidos y continuados, lo que indica que comienza el simulacro (por fortuna, siempre ha sido así hasta ahora) de evacuación. Normalmente, al profesorado se nos informa de antemano de la semana en la que se va a producir ese simulacro, por lo que, al no haber sido advertida, pensé que se trataba de algo real y comencé a darles instrucciones a los alumnos que estaban cerca de las ventanas para que cerrasen persianas y ventanas, a la delegada le indiqué que contase al alumnado y que se colocara al inicio de la fila, que no recogiesen sus pertenencias, abrí la puerta para que empezasen a salir ordenadamente y en el pasillo me encontré a la jefa de estudios avisando de que había sido un error, que no pasaba nada y que volviésemos todos a las aulas.

  

  Entonces, el niño rubio, gordito, diferente, el que había estado dibujando tranquilamente en su cuaderno, con expresión asustada y nerviosa, viene y se abraza a mí temblando, “tengo miedo, seño”. Lo aprieto fuerte y empiezo a repetirle que no se asuste, que ha sido un error, que no pasa nada, que está seguro, que va a estarlo, aunque alguna vez vuelvan a sonar las sirenas de evacuación porque sólo se trata de un ejercicio.

   

  Cuando deshace el abrazo porque se ha tranquilizado, veo que, tras él, en el pasillo que hay entre las mesas, se ha formado una cola de compañeros que esperan para abrazarlo. Sí, para ir abrazándolo por turnos. Lo abrazaban, le daban unas palmaditas en la espalda y después volvían a su pupitre con total normalidad, como si fuese algo que hacían habitualmente, todos los días. Sin burlas, sin sonrisitas macabras, sin comentarios hirientes, sin cogotazos. Y entonces es cuando se me viene a la cabeza el título de esta entrada, “Y, a pesar de todo, crecen flores en el vertedero”. 


 

jueves, 12 de octubre de 2023

Algo personal o quién la tiene más grande

 


No es la primera vez (ni será la última) que Serrat resuene en mi cabeza cuando hago una reflexión trascendente.

    Peones de una partida indescifrable, veo en las noticias como una mujer israelí grita atemorizada junto a una valla mientras estallan cohetes de Hamás y un niño palestino de cuatro años aparece serio con un ojo tapado por una venda y que igual ha perdido para siempre.

    Mientras tanto, en Occidente miramos las noticias consternados sin saber dónde terminará esta escalada. Leemos sin cesar noticias de diarios que consideramos más o menos imparciales, aquellos en los que ponemos más confianza que en otros y que no por eso dejan de engañarnos o de ocultarnos datos que podrían hacernos cambiar de opinión.

    Descubrimos entonces que los drones que Rusia utiliza en la guerra de Ucrania son de procedencia iraní.  También que casualmente -o no- Arabia Saudí estaba a punto de firmar una especie de tratado de paz con Israel y que a otros estados árabes no les hacía especial ilusión.

    Y entonces seguimos leyendo sobre la posible, aunque no demostrada ni mucho menos, injerencia de Irán en los planes de Hamás o al menos, en la ayuda prestada, para que puedan crear misiles caseros con los que atacar a Israel.

    Y resulta que, Estados Unidos, que apoya a cualquiera que vaya contra Rusia, y en este caso Ucrania no sin razón, empieza a enviar fuerzas a lugares próximos al conflicto por si tiene que acudir en defensa de Israel.

    Y entonces, volvemos al punto de partida en el que Irán apoya a Rusia contra Estados Unidos y Estados Unidos apoya a Ucrania contra Rusia y ahí volvemos al inicio de esta espiral sin fin.

    Pero mientras tanto, podemos ver y oír a periodistas palestinos y palestinas en Gaza que van huyendo de un lugar a otro para terminar volviendo a su casa porque no hay lugar seguro en Gaza, porque ya no hay electricidad, lo que supone que dentro de poco se quedarán sin agua (no es que la situación sea nueva y cito a UNICEF “Se calcula que el 97% de los habitantes de Franja de Gaza tiene acceso a sistemas de distribución del agua por cañerías. No obstante, el suministro es intermitente y se calcula que el agua proveniente del 85% de las fuentes no es apta para el consumo humano… los niños de Cisjordania sufren el problema de la escasez de agua, debido a factores como la falta de lluvia y las restricciones a la perforación de pozos impuestas por Israel.”) y también sin alimentos y donde, en los hospitales, morirán a miles personas a las que no se puede atender ni siquiera mínimamente porque hay un bloqueo que dura ya no sé cuántos años y porque Egipto, el otro país de los dos con los que limita la Franja de Gaza, tiene cerrados los pasos fronterizos. Y que, en este escenario, es el único lugar al que podrían huir todas las personas que están allí encerradas como conejos que esperan al cazador, pensando que es sólo cuestión de tiempo que les alcance algún disparo, porque su densidad de población, que es como sesenta veces superior a la de España, (5500 habitantes/km2) hace que estén hacinados en todas partes y el bloqueo histórico que se les impuso hace tiempo, siempre encuentra alguna razón para continuarse y perpetuarse.

    Porque desde 1948, hay un pueblo que va huyendo de un sitio a otro y que se concentra en campos de refugiados o en franjas totalmente ajenas al resto del mundo con el que prácticamente no pueden conectarse porque se les impide salir de allí, lo que los convierte en pobladores de un gueto actual, en rehenes de intereses internacionales.

    Y entonces nos preguntamos cómo es posible que un organismo internacional como la ONU, que goza de tanto prestigio y, supuestamente, de poder de decisión en el resto del mundo, no haya sido capaz de trasladar del papel a la realidad el derecho fundamental de unas gentes a tener su propia nación, su propio país en el que vivir y prosperar en paz y armonía como el resto del mundo occidental.

    Y también cabe la pregunta de si después de ¿cuántos? ¿cincuenta años, setenta y cinco años? vivieras de prestado en tu tierra, viéndote atacado y menoscabado por miles de personas que han llegado después, no sentirías una rabia incontrolable que quizá pudiera terminar acercándote a grupos menos aconsejables.

    Porque yo me lo llevo preguntando mucho tiempo.

    Y porque me parece inconcebible, tras tantísimos años, que se siga discriminando a un pueblo al que se ha ido arrinconando en su propio territorio por intereses internacionales y porque el capital está en otras manos.

    Quizá sea porque Irán considera que debe de darle un empujoncito a Rusia en su guerra contra Ucrania, pero están muriendo niños en distintos sitios para ver quién la tiene más grande.

    Y lo seguiremos viendo en el telediario mientras lloramos con la cucharada de lentejas y los que de verdad pueden hacer algo comen caviar sin encender la tele y “ni recuerdan que en el mundo hay niños”.


jueves, 28 de septiembre de 2023

Olimpia

septiembre 28, 2023 1

 


Olimpia



 


Cada vez que Olimpia miraba la Roomba que circulaba por la casa, hablaba con ella:

−Hay que ver lo que nos parecemos tú y yo, ¿eh?


A Olimpia nada le había resultado excesivamente fácil en la vida. En realidad, nada le había salido a la primera. O casi nada.


Tenía la sensación de llevar toda la vida dándose chocazos contra las paredes, literal y figuradamente. En su atolondramiento y su energía de miura, no había medido demasiado sus pasos, sino que se había ido lanzando a la aventura, tirándose a la piscina sin mirar primero si tenía agua o no.


Pero, ¿qué le iba a hacer? No podía remediarlo. Olimpia era así, decidida, impetuosa, apasionada. Cuando algo se le metía entre ceja y ceja, eso había que hacerlo y había que hacerlo ya. La paciencia no era precisamente una de sus virtudes.


Uno de los primeros chocazos literales que recordaba fue el que se dio contra la pared cuando tenía unos tres años. Como «era muy mala para comer», en palabras de su madre, a veces le consentía algún capricho con tal de que comiera. Aquel día, daba una carrera hasta el fondo de la sala y después volvía a por otro trozo de tortilla que su madre le metía en la boca. Su padre no estaba muy conforme con el procedimiento, así que cuando en una de las carreras no midió bien la distancia y terminó dándose un cabezazo contra la pared que le sacó un buen chichón, no solo no comió más, sino que se encontró con un buen tortazo con la mano abierta que su padre llevaba rato queriendo darle.


Otra vez se abrió una brecha en la frente contra una reja cuando volvía de una excursión con sus compañeros de parvulitos. Cuando la maestra la escuchó llorar, le miró las rodillas pensando que se habría caído y no reparó en la brecha hasta que vio que le chorreaba la sangre. Pero, mira por dónde, aquel día se dio Olimpia su primer paseo en Vespa. En los años sesenta, aquel era un vehículo de lo más. Qué pena que no hubiera estado en casa el otro vecino, porque aquel además tenía sidecar y eso ya habría sido un sueño cumplido.

Cuando tuvo algo más de edad, le fascinaban el agua y el fuego, así que no pudo resistir la tentación de imitar a su abuelo. Lo había visto preparar el brasero y le deslumbraba la llamarada que surgía cuando vertía un chorro de gasolina. Esperó a que el abuelo saliera del garaje para hacer ella la prueba, sin calcular que él medía dos metros y ella probablemente no levantaba más de noventa centímetros del suelo. Como era de esperar, se abrasó el brazo y tampoco se libró del tortazo en el culo.


En el colegio se chocó contra el inglés en sus primeros años. Desde que aquella profesora nativa entró en el aula hablando en inglés, decidió que aquello no era lo suyo y literalmente cerró los oídos a cualquier palabra que aquella mujer pudiera pronunciar. Además, como no tenía ni idea, sus compañeras se burlaban de ella cuando le tocaba decir algo y, ya de camino, le pusieron un mote que detestaba, así que cada vez que se encontraba con las niñas en el baño, se daba media vuelta y lo dejaba para después.


Lo del inglés lo solucionó su padre años después en vista de la incapacidad de la cría para enterarse de nada. Le buscó un profesor particular que logró que al fin se obrara el milagro. Aquello no era tan incomprensible como le había parecido durante los tres últimos años.

En el instituto tuvo otro chocazo más. Su tutor de segundo de BUP. Como se sentaba al final donde estaban las repetidoras, automáticamente la etiquetó sin haberse molestado en hablar siquiera con ella. Claro, que como tampoco se enteraba del latín que él explicaba, seguramente sumó dos y dos y sacó sus conclusiones. Fue el primer profesor que llamó a su padre para quejarse de ella. Se pasó dos noches sin dormir antes de la temida tutoría y desde que vio al tutor subido en una Vespa, dejó de gustarle esa moto para siempre.


Fue la última de sus amigas en tener novio. ¿Por qué? Ella quería tener novio también. Pero no se le acercaba nadie. Sus amigas, altas, bajas, guapas, feas, simpáticas, pavas… todas tenían novio; menos ella.


Pero como dicen que cuando Dios quiere castigarnos, nos concede nuestros deseos, fue la primera en casarse. Eso sí, un fiasco total. De todos los hombres del mundo, fue a darle el «sí, quiero» al que menos le convenía. Tras ponerle debida y, dicho sea de paso, merecidamente, los cuernos con un señor de lo más interesante, dejó al marido. Con lo que se dio su primer chocazo adulto importante, porque se quedó en la ruina y mal mirada por toda su familia.


Después de eso, debió de volverse inexplicablemente atractiva para el género masculino porque ahí sí que le empezaron a salir novios hasta de debajo de las piedras. Tuvo unos cuantos que no le duraban ni un año, como si tuvieran fecha de caducidad, hasta que se cansó de tanto trasiego y optó por dejar el casting.


Mientras hacía la carrera, después de pasar por diversos trabajos en los que tuvo que soportar a jefes vomitivos y desagradables, a otros que no le pagaban a tiempo y a clientes impertinentes, decidió montar su propio negocio. Eso sí, sin tener ni la más mínima idea de gestión ni estrategias de mercado. De modo que, tras haber cobrado el paro en un solo pago y de haberse gastado los pocos ahorros que tenía, tuvo que cerrarlo con pérdidas y se encontró con el salón lleno de restos de la tienda con los que no sabía qué hacer. Y vuelta a la casilla de salida.


Años después, volvió a arriesgarse y probar suerte de nuevo con el matrimonio. Este le duró un poco más, pero tampoco fue para tirar cohetes. Había sido una especie de tren del terror porque nunca sabía de dónde le iba a venir el siguiente sobresalto o el siguiente escobazo. De modo que volvió a salir escalabrada y en la ruina.


Se sonreía con los chistes machistas como el de la Barbie divorciada, que se queda con la casa de Ken, el coche de Ken y no sé qué más de Ken. Ella debía de ser la Barbie tonta porque las dos veces que había probado suerte, había salido con una mano delante y otra detrás. Pero había salido, eso sí.


La ruina le agudizó el ingenio porque desarrolló habilidades que no había explotado aún en busca de alguna manera de mejorar sus ingresos. Y así seguía. Buscando siempre nuevas opciones.


Por eso, miraba la Roomba y le decía:


−Mira, yo, como tú. Cada vez que me doy un trastazo, retrocedo y busco otra salida. Igualita que tú cuando chocas contra la pata de la silla. Eso sí, cualquier cosa menos quedarnos paradas dando vueltas sobre nosotras mismas. Y de quedarnos sin batería, ni hablar. No hay obstáculo que nos frene, Roomba mía.  Que parecemos hermanas, vaya.

 


 


domingo, 2 de julio de 2023

Rocío

 



Rocío




 R

ocío era guapísima. De eso no cabía duda. Rubia y de ojos azules, era la envidia de todas sus amigas porque no había muchacho que no se fijara en ella. Su presencia ensombrecía a todas las demás. Cuando el cine llegó al pueblo, hubo incluso quien llegó a decir que parecía una actriz de Hollywood.

Aun así, nunca fue una niña vanidosa, a pesar de los elogios constantes. Quizá no fuera consciente de su belleza, pero lo cierto es que no se consideraba nada especial y tampoco entendía por qué sus amigas a veces torcían el gesto cuando les robaba la atención de algún muchacho. No era su intención.

Estudiaba en la escuela del pueblo y hacía las cosas que solían hacer las niñas: limpiar, coser, bordar el ajuar e ir a misa los domingos y fiestas de guardar. No porque fuera especialmente religiosa, sino porque era lo que había que hacer.

Precisamente esos días, con todo el pueblo vestido de domingo, era cuando Rocío más llamaba la atención.  Porque esos días no se trabajaba, y tanto los jóvenes como los mayores aprovechaban la ocasión para salir a ver y dejarse ver.

Especialmente los jóvenes, que remoloneaban en la placita a la salida de la misa de once para ver a las muchachas, bromeando entre ellos, porque quien más y quien menos, ya había decidido cuál de aquellas chicas era el objeto de sus amores y los demás, con ganas de jarana, aprovechaban para gastarle bromas.

Después, cuando ellas se iban a dar el paseo por la vera del río, siempre en grupitos o de dos en dos, cogidas del brazo, procuraban hacerse los encontradizos para dejarse ver y los más atrevidos, hasta se acercaban para decirles algún piropo o hacerles algún requiebro, aprovechando que los padres andaban ya llegando a las tabernas y habían relajado la vigilancia.

Rocío, muy bien aleccionada, al igual que el resto de muchachas, por su madre, por las enseñanzas del maestro y los sermones del cura, sabía que había que ser muy cuidadosa con los muchachos y no dejarse embaucar por sus palabras bonitas, porque, como decía el refrán, «el que en la calle la besa, en la calle la deja» y no quería quedarse para vestir santos.

Pero ya había cruzado miradas con Manuel. Era difícil no fijarse en él. Bien plantado, moreno y alto, con el pelo ensortijado y una sonrisa luminosa. Aparte de buen mozo, tenía fama de trabajador y honrado. Un hombre formal, como tenía que ser.

A Manuel lo vio una vecina rondar su calle por la noche y, cuando se lo dijo a Rocío, ella empezó a dejar abierta la ventana, por si volvía a pasar.

Y así fue. Al cabo de un par de días, Manuel volvió a pasar, y esta vez, se paró bajo su ventana:

 

«Tras de su cancela de hierro forjado

hay una mocita de piel bronceá

y juntito a ella, moreno y plantado

un mozo encendido que hablándole está»[1].

 

Muchas noches más pasó Manuel bajo aquella ventana. Tantas, que el padre de Rocío empezó a carraspear cuando por casualidad salía Manuel en conversación. Tampoco a su madre le hacía gracia ya aquello. Manuel debería haber hablado con el padre. Ya tendría que haberse decidido.

No querían que la niña se quedara señalada. Aunque oficialmente no fueran novios, en el pueblo aquello ya se daba por sentado, y no convenía dar lugar a murmuraciones.

Rocío le había hecho alguna insinuación a Manuel, pero no era de muchachas decentes ser muy atrevida en sus exigencias. No fuera a ser que el hombre la tomara por una fresca y la dejara plantada en la ventana. Tendría que esperar a que él diera el paso.

Como a ella sí le había hablado de casamiento, Rocío había empezado a bordar sus iniciales en los pañuelos que quería regalarle cuando viniera a hablar con su padre. Había pensado dejar las de las sábanas para más adelante, cuando fuera oficial.

La reticencia de Manuel hizo que Rocío cerrara una noche la ventana. Y así pensaba dejarla hasta que no tomara una determinación. Aquello hacía tiempo que había dejado de estar bien visto. Temía que Manuel se cansara y buscara otra ventana, pero tampoco había mucho más que pudiera hacer.

Él entendió el mensaje y al cabo de una semana llamó a su puerta. Rocío no era mujer con la que se pudiera jugar. Así le gustaban a él las mujeres, formales y cuidadosas con su honra.

Le pidió permiso al padre para visitar a Rocío y este se lo dio. Era un muchacho trabajador y de buena familia y, además, ya se sabía en todo el pueblo que llevaba tiempo viniendo a verla a la reja. A partir de ahora, Manuel la visitaría formalmente, los dos sentados en el patio bajo la vigilancia de la madre o de alguna de las hermanas. Y ya con fecha de boda, como Dios manda.

En un descuido de la hermana, Manuel, que era formal, pero no de piedra, fue a robarle un beso a Rocío y ella no se retiró. Ya lo había intentado otras veces, en la reja, pero ella siempre había esquivado sus intentos. Esta vez, halagada por el ardor de Manuel y con la boda ya fijada para pocos días después, se dejó besar levemente.

Ya no volverían a verse hasta la boda. Manuel estaba terminando de adecentar la casa a la que iban a mudarse a las afueras del pueblo. Solo le faltaba recoger la mesa y las sillas que había encargado. Rocío, por su parte, ya había terminado de bordar las iniciales en las sábanas y estaba a falta de hacerse la última prueba del vestido de novia que le estaba haciendo su tía.

En la casa había un ejército de primas, tías y vecinas preparándolo todo para la celebración. Y su padre, que se había encargado un traje nuevo para la ocasión, estaba a falta de ir a por el vino bueno que había pedido que le trajeran especialmente.

La costumbre dictaba que el novio debía esperar a la novia a las puertas de la iglesia. Y ella, esperaba en la casa, preparada y dispuesta, a que la chavalería avisara de que el novio ya había llegado. Solo entonces, salía la novia andando de su casa y del brazo del padre.

Rocío, como no podía ser de otro modo, esperaba impaciente y vestida de blanco a que se oyera el griterío en su puerta. Miraba inquieta las manecillas del reloj de pared herencia de su abuelo. Le pasaban por la cabeza todo tipo de desgracias, porque solo una desgracia podría hacer que Manuel se retrasara. Por otro lado, si hubiera ocurrido algo grave, ya se habría sabido. Alguien habría venido a avisarla, que para eso era su novia y muy pronto su mujer.

Allí no llegó nadie a avisar ni a traer carta ni recado alguno. Tampoco llegó la chiquillería bulliciosa. Y fue ese silencio precisamente el que le dio a la llorosa Rocío la respuesta que necesitaba, mientras recordaba la letra de la copla:

 

«Yo te vi tan arrogante

con un sello en el semblante

de ser un hombre de honor

y creí con inocencia

que dictaban tu conciencia

las palabras de tu amor.

El tributo de tus besos

con mi honra yo pagué

porque ya no soy tu novia

ni tampoco tu mujer.

Tú solamente tú

fuiste la causa de mi perdición»[2].

 

Aquel beso robado había sembrado las dudas en el corazón de Manuel. Después de todo, quizá Rocío no fuese la mujer decente y orgullosa de su honra que él había imaginado.

Con el paso de los días y sin que Manuel diese señales de vida, todos en la casa fueron conscientes de que la suerte de Rocío estaba echada.

Manuel seguía en el pueblo, como siempre, como si nada hubiera ocurrido. Ojalá al menos hubiera decidido marcharse. Quizá eso habría hecho más llevadera la situación de Rocío.

Compuesta y sin novio, plantada prácticamente en el altar, ya no habría muchacho decente que rondara su calle ni se asomara a su reja. Ya podía Rocío cerrar su ventana para siempre.

No quería Rocío ver las miradas tristes de sus padres ni convertirse en la tía solterona a la que todos miraban con lástima o desprecio, según su capacidad para sentir compasión por el dolor ajeno. Así que, vestida con su traje blanco, para que todo el mundo la viera, y con la cabeza muy alta, salió un día de su casa andando caminito del convento.

 

«Ahora es otro el patio salpicao de rosas,

patio de las monjas de la caridad,

donde hasta la muerte

llora silenciosa

la canción amarga de su soledad.

Regando las flores hay una monjita,

Que como ellas tiene carita de flor

Y que se parece a aquella mocita

Que tras la cancela le hablaban de amor.»[3]

 


 



[1] Rocío, de Rafael de León.

[2] Acusación, de Izquierdo y Alcántara.

[3] Rocío, de Rafael de León.