Hoy hace
veintiséis días que un líder despiadado y poderoso decidió que quería adueñarse
del país vecino. El 24 de febrero, Putin juzgó, quién sabe por qué y en base a
qué, aunque quizá podamos adivinarlo, que Ucrania le pertenece. No se trata de
una guerra, como oigo a veces en las noticias, sino de una invasión, de una
usurpación de las vidas y los destinos ajenos.
Ya sé que no se trata del
primero ni del único conflicto bélico que asola el mundo, pero eso no lo hace
menos grave ni menos doloroso. Desde ese día, cuando contemplé las imágenes de
las noticias, incrédula y dolida, he procurado no estar demasiado al tanto de
lo que va sucediendo porque es tremendamente doloroso y me siento impotente
para hacer nada al respecto. Aun así, es imposible escapar a las noticias. Da
igual que no ponga la televisión porque ya se encargan las notificaciones de mi
móvil de colocármelas ahí para que me las encuentre. Y tampoco es necesario
leerlas porque basta con los titulares para hacerme estremecer.
No es algo que me ocurra solo a
mí. Cuando hablo con mis amigos, me sorprende que todos hayamos adoptado la
misma actitud. No les he preguntado por la razón última por la que no quieren
verlas, pero supongo que será muy parecida a la mía. Otra cosa que me pregunto
con bastante más insistencia es por qué alguien que ya goza de tanto poder y
bienestar, posiblemente a costa de su pueblo, necesita aún más poder, aún más
súbditos. Imagino que se trata de un ego desmedido convertido en arma de
destrucción masiva de vidas.
A mí, que no soy poderosa, no me
entra en la cabeza que exista un ego tan monumental que pueda llegar a cegar
por completo a un hombre, que pueda convertirlo en un ser despiadado hasta el
extremo de ordenar que se bombardee un hospital materno infantil. Porque ese ha
sido para mí el punto culminante y lo que me ha hecho perder la escasa
esperanza que tenía de que pudiera llegar a producirse un milagro que frenase
esta matanza.
Mi móvil, que se empeña en
tenerme informada, me ha mostrado un titular con una foto esta mañana: una
mujer embaraza en una camilla agarrándose la tripa. La mujer está ensangrentada
porque ha sobrevivido al bombardeo de la maternidad de Mariúpol. Pero eso fue
el otro día porque hoy esa mujer ya no vive y tampoco su bebé. No he querido
fijarme en su rostro ni en la sangre ni tampoco en su cuerpo. No necesito tanto
detalle para entender la tragedia, para imaginarme el dolor y el sufrimiento de
esa mujer.
Quizá Putin necesite que alguien
le ponga un bebé en los brazos, uno que le importe, claro está, para que sienta
la fragilidad de ese cuerpecito. Quizá sea la única manera de que desee
proteger la vida en lugar de destruirla.
Ojalá pudiéramos convertir el amor y el respeto en un arma de protección
masiva.
Foto: https://pixabay.com/es/photos/infantil-pies-padre-madre-2717347/
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