Desde el cubículo que ocupaba en la sala de observación,
separada de los demás pacientes por pantallas de cristal opaco, sólo alcanzaba
a escuchar las voces de los que me rodeaban y de los sanitarios que colocaban
un envío de medicamentos y material médico y que se encargaban de atendemos a
todos.
Así supe que
se habían quedado sin cabestrillos de la talla M, que el enfermero a cargo de
la sala se llamaba Miguel, que a la señora del cubículo vecino le habían dado
una pastilla para que se la pusiera debajo de la lengua y que acababa de llegar
a urgencias una chica con problemas respiratorios.
A ella sí la
vi llegar poco después en una silla de ruedas conducida por otro joven que
supuse que sería su pareja, porque desde mi butaca sí alcanzaba a ver los
últimos metros del pasillo a través de los cristales transparentes de la pecera,
entonces vacía, que tenía delante. Se trataba de una sala pequeña con varias
camas y butacas iguales a la que yo ocupaba.
Al poco de
detenerse en el pasillo, vi que un enfermero se acercaba, abría la puerta de la
pecera e introducía a la chica en la sala cerrando la puerta al salir,
dejándola allí sola. Llevaba un vestido de tirantes con la pechera de nido de
abeja moteada de lentejuelas, tenía una expresión compungida y las cejas
fruncidas.
Yo la
observaba con curiosidad, que pronto se convirtió en compasión al ver que la
muchacha empezaba abanicarse con las manos y se echaban a llorar. Me pareció
que se trataba de un llanto de angustia porque de vez en cuando se llevaba una
mano al pecho, de modo que deduje que le faltaba el aire. Me alarmé unos
instantes al ver que no llegaba nadie mientras sentía deseos de abrazarla.
Me
tranquilizó oír la voz de Miguel diciendo que alguien debía entrar a atenderla.
Un segundo después, entró en la sala Ana, otra de las enfermeras, cuyo nombre
había averiguado gracias a Miguel.
Ana, una
veinteañera morena, llevaba doble mascarilla, pantalla de protección, el pelo
recogido en un gorro quirúrgico y varias capas de batas desechables, además de
los guantes. Con la diligencia de una abeja obrera, le colocó una vía a la
paciente y un bote de suero, supongo que con alguna medicación, antes de volver
a salir para entrar al poco con una goma transparente, que resultó ser lo que
se denominan unas gafas para oxígeno que también conectó en un instante.
La paciente seguía
haciendo aspavientos que ya no me preocuparon en exceso porque di por hecho que
estaba bien atendida. Intuyo que Miguel detectó algo que a mí se me escapó, porque
al instante entró también en la pecera ataviado con los mismos elementos que Ana
y se dirigió a la chica indicándole con gestos de las manos que se
tranquilizara.
Por algún
motivo que desconozco, trasladaron a la paciente a un sillón idéntico al mío
colocado de espaldas a mí, por lo que dejé de verle la cara a la muchacha. Entró
entonces una tercera sanitaria en la pecera y vi cómo los tres se afanaban allí
dentro para atender a una única persona.
Antes de que
ninguno de ellos abandonara el cubículo por primera vez, y probablemente menos
de quince minutos después de que la muchacha pareciera ahogarse por falta de
aire, ésta sacó el móvil y empezó a hacerse selfies
girando el torso a un lado y a otro, lo que me permitió ver cómo ponía morritos
y cómo fotografiaba también el bote de suero para subir las fotos a una red
social.
Temí por un
instante aparecer en algunas de sus fotos por varias razones. La primera,
porque estaba casi inmediatamente detrás de ella y la segunda, porque ni mi
aspecto ni mi estado de ánimo eran en aquel momento los más adecuados para
quedar inmortalizados, mucho menos por la cámara de una desconocida.
Aunque lo
que en realidad sentí fue una tremenda indignación. Me pareció una enorme falta
de respeto hacia aquellos tres sanitarios enfundados en múltiples protecciones
que se afanaban por atenderla mientras muy probablemente corrían el riesgo de
contagiarse de un peligroso virus. Por el gesto de Miguel en cuanto se acercó a
ella, deduje que debía de sentir algo muy parecido y así debió de hacérselo
saber, puesto que ella guardó el móvil.
Cuando al
poco tanto Miguel como la tercera sanitaria abandonaron el cubículo, la
muchacha volvió a sacar el móvil y siguió con su personal book de fotos. Y fue entonces cuando pensé que se trataba de una
auténtica imbécil, además de una desagradecida falta de la más mínima educación.
Foto: https://www.freepik.es/8photo
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