A veces, como canta Julio Iglesias, de tanto correr por la
vida sin freno, nos olvidamos de vivir los detalles pequeños en pos de los
grandes sueños y los objetivos en ocasiones inalcanzables.
A veces,
solo tenemos que detenernos y mirar a nuestro alrededor para reconciliarnos con
la vida y encontrar el paraíso, aunque sea efímero. Porque, ¿qué hay
permanente? Ni siquiera la vida lo es.
Eso he hecho
esta mañana sentada a la orilla misma del mar. En ocasiones, las olas me llegan
casi hasta donde se posan mis pies sobre los chinos grisáceos. Ese momento, ese
instante efímero, me refresca del calor del sol de julio.
El vaivén de
las olas, siempre diferentes, espumosas, invade mis sentidos con su baile casi
hipnótico, sus juegos de luces y reflejos. Y ese rumor constante que te mece
como una nana antigua.
Pasa por mi
lado un chiquillo rubio camino de la orilla seguido por su incansable y joven
padre. El niño, se tambalea aún un poco al andar. Cuando sus piececitos tocan
el agua, se gira para mirar a su madre, sonriente, y entonces se topa con mi
mirada y le sonrío.
En su
incesante ir y venir de la sombrilla bajo la que se cobija su madre del sol y
la orilla, no pasa una vez por mi lado sin intercambiar una sonrisa. Esa mirada
limpia y pura, esa sonrisa inocente, me hace sonreír y me ensancha el corazón.
Intento adivinar su curiosidad sin
límites mientras va descubriendo el frescor del agua, las piedrecitas de
distintos tonos que recoge con interés. Adivinar porque recordarlo me resulta
demasiado lejano.
El padre, moreno, treintañero y
sonriente, exhibe una paciencia aparentemente inagotable. Va y viene tras el
pequeño, incansable, sonriente también. Juega, lo alza en brazos para meterlo
en el agua, le habla agachándose para quedar a su altura o inclinándose
solícito.
Se acerca una niña. Los había estado
observando desde unos metros más allá. La miro admirada de su belleza. Tiene la
piel cobriza y es espigada y esbelta. El pelo afro cortado por encima de los
hombros y sus facciones finas completan el delicioso cuadro.
Pero lo que más me sorprende es su
personalidad. La que me ha dejado vislumbrar cuando he oído cómo se ha dirigido
al padre del chiquillo nada más llegar a su altura: «¡Qué bonito tatuaje!». Así, sin más preámbulo
y con total inocencia.
El hombre ha echado la cabeza hacia atrás y ha
soltado una carcajada antes de darle las gracias. Yo también me he reído
sentada en mi silla de playa. Divertida y feliz. Esa escena me ha hecho de repente
sentirme feliz.
Así, con solo tres palabras, se ha establecido
un lazo de unión entre ellos tres. Tres palabras amables han bastado para unir
a tres desconocidos.
Un momento, efímero y pasajero, un paraíso
efímero, me ha hecho de repente sentirme feliz de la vida.
Foto: https://www.freepik.es/mrsiraphol
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