A
pesar de que esa palabra, madrastra, me ha acompañado desde la niñez, siempre
la había sentido como algo ajeno, lejano.
Casualmente, en mi familia ha habido
muchas madrastras, aparte de las que yo misma he conocido. Además, es una
figura que nos han presentado a través de innumerables cuentos infantiles, de
modo que es eso, un término familiar y consabido que suele ir acompañado de cierta
expresión de disgusto, un leve gesto torcido de la boca.
De pequeña, y supongo que, por imitación,
era así como las veía. Madres de segunda clase, quizá; mujeres a las que les
faltaba algo, porque no eran madres de verdad, sino un añadido; mujeres que
habían llegado «después de» y, por lo tanto, no eran genuinas, completas, sino
en cierto modo, defectuosas.
No es que me faltaran motivos para
tener esa opinión de semejante figura. Después de todo, me había criado
escuchando historias de mi abuela, que había sufrido no a una madrastra, sino a
una sucesión de ellas. Tuvo la mala suerte de perder a su madre siendo aún
pequeña y peor suerte aún, cuando ninguna de las sucesivas mujeres de su padre,
sus madrastras, tuvo la suficiente capacidad de amar como para tratarla a ella
y a sus sucesivos hermanos y hermanas de otras madres también fallecidas, como
lo que eran, niños y niñas huérfanos de madre.
Tanto es así que mi abuela,
pequeñita pero de gran carácter, terminó abofeteando a una de esas madrastras
por el trato que le daba a una de sus hermanas, a la que trataba como a una
criada en su propia casa. Ni que decir tiene, que esa bofetada, al parecer,
merecida, dio al traste con su relación familiar porque ya nunca más volvió a
poner los pies en casa de su padre.
Bien pensado, en aquella época, a
comienzos del siglo XX, cuando el varón era dueño y señor de bienes, mujeres e
hijos, el papel de mi bisabuelo no deja de ser sorprendente. O quizá no tanto.
En realidad, se ve que poco o nada mandaba de puertas para adentro, puesto que
permitió que sus mujeres hicieran y deshicieran, al menos en lo referente a los
hijos, como mejor les pareció. Hasta ahí, casi lo veo bien. Lo que ya no veo
tan bien es que se desentendiera del bienestar de los hijos que había tenido en
matrimonios anteriores, dejándolos en las garras, que no las manos, de aquellas
mujeres que tanto se parecían a las madrastras de los cuentos.
Siendo aún muy niña, conocí de
primera mano a otras madrastras. La falta de cariño con la que sus hijastros e
hijastras se referían a ellas fue motivo más que suficiente para que yo me
dejara llevar por esa impresión para formarme mi propia opinión al respecto. De
manera inconsciente, debo decir. Pero sí es cierto que interioricé cierta falta
de aprecio por esa figura en general.
Hubieron de pasar algunos años para
que se matizara esa impresión infantil. Y en aspectos diversos, como diversas
fueron las madrastras que conocí en aquellos años. Una de ellas era una mujer
apocada, inofensiva, que, si bien no parecía aportar demasiado a la vida
emocional de aquellos hijos prestados, tampoco percibí nunca que pudiera
provocarles daño alguno. Eso sí, era una mujer abnegada, siempre metida en su
casa, pendiente de las necesidades de todos sin que ninguno de ellos, ninguno,
le prestara la más mínima atención.
De lo que oía decir sobre ella,
cabía deducir que bien podía estar agradecida porque, después de todo, siendo
una solterona de pueblo, había sido para ella una suerte que aquel hombre se
quedara viudo y, poco más o menos, le hiciera el favor de casarse con ella, que
ni siquiera era una mujer atractiva en ningún sentido. ¿Qué habría sido de ella
si no?
No se me ocurre ahora, desde mi
madurez, un destino más triste ni más solitario que el de aquella mujer
silenciosa que dedicó casi toda su vida al cuidado de vidas ajenas. Intento
imaginar sus sentimientos y me inunda la tristeza cuando me pregunto qué
sentiría en lo más hondo, tras aquella fachada serena. Ojalá, por su bien,
estuviera de acuerdo con lo que pensaban los demás sobre ella y se sintiera
agradecida con su destino. De otro modo, su historia resultaría conmovedora
hasta las lágrimas.
La otra era otro cantar. No solo no
era apocada, sino que era un torbellino de actividad. Todo en aquella casa
giraba en torno a ella, que era la que tomaba las decisiones, dirigía el
trabajo y, sin duda, trabajaba más que nadie. Era exigente, sí, pero esa
exigencia empezaba por ella misma. Entonces era cuando oía cosas del tipo
«¡Cómo se nota que….!». No creo que sea necesario terminar la frase.
Es una contradicción en sí misma que
se le supusiera falta de ternura o amor cuando exigía a aquella prole a su
cuidado que se esforzara, que trabajara, que estudiara, que no llegara tarde a
casa, que tuviera cuidado con las compañías. Se quejaban del exceso de control
o de que les daba poco dinero para salir los fines de semana. Por supuesto que
aquellas quejas iban siempre acompañadas de resoplidos y gestos de disgusto o
incluso asco.
Ella era consciente de todo esto. A
lista pocos podían ganarla. Tan lista era que lo asumía como parte de su papel.
Creo que siempre tuvo claro lo que era mejor para las niñas y no ahorró
esfuerzos a la hora de procurárselo. A cambio, exigía trabajo y esfuerzo.
Entonces, por edad, yo estaba más próxima a las niñas y supongo que, por ese
motivo, tendía a alinearme con ellas en sus quejas y reproches.
Creo que es cierto eso de que el
tiempo pone a cada uno en su lugar. Y la vida. Y las circunstancias. Si sumamos
todo esto y volvemos la vista atrás, a veces cambia tanto la perspectiva que
algunas impresiones infantiles se dan la vuelta como un calcetín. Ni qué decir
tiene que, a estas alturas de mi vida, mi percepción de aquella mujer ha
cambiado radicalmente. De hecho, siento una profunda admiración por lo que hizo
y por cómo lo hizo.
Era tan fuerte que creo que pocos se
pararon nunca a valorar sus sentimientos. Me pregunto si siquiera se los
suponían tras aquella actividad y aquella fuerza. Me he dado cuenta de que las
personas fuertes tienden a quedarse desatendidas emocionalmente porque parece
que el mundo da por hecho que no necesitan nada de nadie. Y es un grave error
confundir fortaleza con ausencia de necesidad de afecto o apoyo. O quizá sea
que esas personas inspiran respeto y hasta un poco de miedo.
En cualquier caso, el amor o el
afecto no pueden exigirse, ni siquiera pedirse ni rogarse, pero sí el respeto.
Y ella siempre lo exigió. En cuanto al afecto, no sé si ella lo llegó a sentir,
aunque ganárselo, se lo ganó de sobra, a mi modo de ver.
Me
gusta pensar que la dependencia que su marido tenía de ella tiene que ver
precisamente con ese respeto y ese amor. Nadie se pega a los talones de otra
persona si no hay algo fuerte que haga de cemento. Y ellos vivieron pegados el
uno al otro durante todos los años que duró aquel matrimonio. Que fueron
muchos. Y durante todas las dificultades que atravesaron. Que también fueron
muchas.
La
siguiente madrastra con la que me topé de frente me encontró ya bien entrada la
treintena. A esta llegué a conocerla íntimamente. Sé que nunca le gustó el
término, por lo que implicaba. Porque ella se consideraba a sí misma una
segunda madre, ya que en su intención y su trato jamás hubo el más mínimo
atisbo de maldad ni crueldad. Al contrario. Era consciente de la enorme pérdida
que habían sufrido aquellos niños y se autoimpuso la tarea de aliviarles en lo
posible aquella falta irreparable. Sin usurpar el lugar de nadie. Consideraba
que la capacidad de amar es elástica, como el útero, de modo que puede
agrandarse para dar cabida a más de un amor, a más de una madre, a más de un
hijo, aunque no recorran sus venas la misma sangre.
Nunca
se le ocurrió pensar que pudiera existir ningún impedimento para que aquellos
niños llegaran a quererla como ella tuvo intención de hacer con ellos desde el
primer momento.
Pero,
faltaban elementos aún en aquella ecuación. Muchos elementos que a ella no se
le había ocurrido valorar porque jamás se le habían pasado por la cabeza.
Cuando las intenciones son puras, a veces olvidamos que no todo lo que nos
rodea lo es. Ni quienes nos rodean tampoco.
Porque
el amor no siempre actúa en positivo. Hay circunstancias en las que es un amor
enfermo, celoso, posesivo y excluyente. No contó con que el amor que aquellos
niños y ella comenzaban a construir podía llegar a molestar a otras personas.
Como si al quererla a ella, corrieran el riesgo de dejar de querer a su madre.
Como si no fuese posible querer a más de una persona, a más de una figura
materna.
Solo
una vez uno de aquellos niños la llamó «mamá» mientras lo ayudaba a ponerse los
zapatos. Se le escapó. Pero solo aquella vez. Alguien se encargó de recordarle
que aquella mujer no era su madre y nunca más volvió a tener aquel desliz. Ella
se dio cuenta, obviamente, y procuró aceptar la desaparición del término del
vocabulario del chiquillo con la misma naturalidad con la que lo escuchó
aquella única vez.
Recibió
todo tipo de consejos sobre cómo debía tratar a aquellos niños. Era evidente
que todos los que la rodeaban estaban aterrados ante el término «madrastra» y
querían evitar que terminaran etiquetándola de ese modo.
Había
quien le explicaba con pelos y señales cómo arropaba la madre a aquellos niños
cuando salían tiritando de la piscina. Suponía que para que ella pudiera imitar
el comportamiento de aquella señora. Otros le aconsejaban cómo llamarles la
atención para no caer en lo que hacen las madrastras, cómo regañarles o no
regañarles, incluso qué cocinar para evitar problemas.
No
se daban cuenta, suponía, que al final lo que estaban logrando era poner
cortapisas a un amor sobre el que ella no albergaba ninguna duda. No entendía
cómo no se daban cuenta de que nada de aquello era necesario porque ella se
comportaba como una madre, no como una madrastra. Y estos aún actuaban de buena
fe.
Porque
había quien sentía celos malsanos de aquella relación. No se podía consentir
que aquellos niños se olvidaran de que aquella mujer no era su madre. Era
necesario recordarles que ella no tenía derechos. Ella era el repuesto,
conveniente, quizá, pero nada más. Y de ese modo fueron metiendo una cuña entre
ellos. Porque los niños interiorizan lo que escuchan, máxime si viene de
personas muy queridas a las que aún no tienen edad para cuestionar.
Ella
procuraba no reñirles. Esa tarea se la dejaba al padre de los niños. Era
preferible no enturbiar la relación. Eso sí, cocinaba, limpiaba, los llevaba al
colegio, los obligaba a recoger su ropa, a recoger la mesa y a comerse el
primer plato antes de pasar al segundo. También tenían que estudiar y hacer sus
tareas. Porque eran sus obligaciones.
No
recuerda que nadie le preguntara cómo se sentía. Supongo que darían por sentado
que hacía lo que tenía que hacer, aquello a lo que se había comprometido. Sin embargo,
lo cierto es que al final terminó sintiéndose como la madrastra útil, cargada
de obligaciones, pero que tenía que medir muy bien sus pasos y sus palabras
para no verse señalada por algún dedo acusador.
Cuando
se convirtió en madre, biológica ahora, cambió el discurso. Aunque seguía
comportándose exactamente igual que antes, suponía que el hecho de que las
normas de la casa siguieran siendo las mismas, tanto para sus primeros hijos
como para los segundos, dejó sin argumentos a los que andaban escudriñando su
comportamiento desde el primer día.
Entonces
la tacharon de «madrastrona» y llegaron a bautizar su casa como «la casa de las
normas». Pero el tono había cambiado. Y el comentario iba acompañado de una
sonrisilla irónica. Siguió aparentando no darse cuenta de esos cambios, pero en
su interior, iba tomando nota de todo.
Aunque
nunca se vio a sí misma ni se comportó como una madrastra, al final eso es lo
que fue, porque, pasado el tiempo, todos parecieron olvidar los años que dedicó
a aquellos niños y el amor con el que los trató siempre.
Las
cosas no siempre son como parecen. Y tampoco las madrastras. Ni las madres.
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